viernes, abril 15, 2005

Quedate ahí, hermano

- Saludos a la familia -, dijo Augusto, amigo de la infancia del viejo de la flaca y dueño de la quinta en La Reja que elegimos para casarnos. Subimos al auto y nos fuimos. La flaca quería que fuera con ella a conocer Villa Hebe, otra quinta, una que debería quedar por ahí nomás y donde ella pasó muchos veranos y fines de semana cuando era chica, en compañía de otras tres familias. Dimos algunas vueltas preguntando por la calle, y por fin la encontramos.

Era una calle de tierra, aparentemente en buen estado. Avanzamos unos cien metros y la cosa empeoró un poco, había algunos desniveles y charcos de barro, y en uno la flaca se abatató y frenó. Después no podía salir.
- ¡No, flaca! No tenés que frenar en el barro... ¿Querés que maneje yo?
- Bueno.

La flaca se bajó y yo me cambié de asiento. Salí del charco airoso, y seguí por unos cuantos metros, tratando de llevar el auto por la parte alta, pero inutilmente. Las ruedas se encajaban en la huella, y la cosa se ponía cada vez peor, hasta que se puso definitivamente negra, o más bien marrón. La rueda derecha ni se movía, y la izquierda giraba sin ningún tipo de apoyo, produciendo una suerte de geiser de barro. Probé ir marcha atrás, pero no sirvió de nada. Habíamos encallado.

A los pocos minutos llegó Ramón, un vecino de la zona y conocedor de los charcos, que venía en sentido contrario con su auto. Casi al mismo tiempo apareció un paisano a caballo, que nos ofreció su ayuda. Ramón tenía una soga para atar el animal al coche. En eso estábamos, cuando al paisano le apareció el brillo de la codicia en los ojos y preguntó:
- ¿Si te lo saco me das veinte pesos?
- Si tuviera plata te daba...-, le contesté yo, que tenía cinco pesos y pensé que hablaba en broma.
- Entonces quedate ahí, hermano, no voy a cansar el animal al pedo.
Y se fue.

Ramón nos ofreció atar nuestro auto al suyo, pero la soga que teníamos era demasiado corta. Iríamos entonces a buscar una soga más larga a la casa de Alejandro, un vecino, mientras la flaca llamaba al auxilio mecánico del seguro. Llegamos a la casa de Alejandro y el asunto tomó un cariz de película argentina cuando vi la inscripción en el portón: "Villa Hebe".

Volvimos con la soga y Marti estaba sentada abajo de un árbol, sintiéndose mal. El plan no resultó. Por más que aceleraba, el pobre Gol no podría sacar al Corsa del pozo.

Pasó un señor en bicicleta:
- ¿Por qué no lo levantás y lo ponés arriba del pasto? Así va a salir fácil... si es liviano... entre los tres lo levantamos...
- Porque pesa 1300 kilos...
- Ah, ¿tanto pesa?

Al rato volvieron a llamar del auxilio mecánico, diciéndonos que la grúa nos esperaba en la intersección con Rubén Darío, la calle de asfalto, así que allá fuimos.
- ¿Dónde está el auto?
- Para allá... doscientos metros...
- ¡Ah! ¡Pero es una calle de tierra! (No me voy a quedar encallado en el asfalto, pensé yo) Esperá que llamo a preguntar, porque normalmente no nos metemos en calles de tierra... y si se ensucia la grua después tengo que pagar el lavado... (La flaca y yo nos quedamos atónitos. La escena era definitivamente de película argentina, y de las malas).
Llamó, y fuimos a ver...
- No, no, acá me voy a quedar yo también... el problema no es la potencia, el problema es el agarre... y la linga que tengo es de cinco metros, para levantar autos en la calle...

En eso volvió el tipo del caballo, evidentemente con cargo de conciencia. Atamos el caballo adelante, pero por más rebencazos que le pegaran, no podía mover el coche ni un centímetro. Tampoco lo conseguimos atándolo atrás. Yo me imaginaba que estaba en una diligencia, como para que se me pasara el mal humor.

A todo esto ya llevábamos una hora y media en el lugar, se venía la noche y nosotros ahí, sin poder ir a ningún lado. Volvimos a llamar al seguro y nos dijeron que "no podían hacer nada hasta que mejoraran las condiciones del camino", lo que probablemente quería decir que tendríamos que esperar a que asfaltaran la calle.

Por suerte para nosotros apareció otro vecino, Marcelo, que ya habíamos visto dando vueltas por ahí.
- Si querés te acompaño a lo de Santiago, un muchacho que vive acá a la vuelta y tiene un tractor y una camioneta.
Caminamos un par de cuadras, llegamos al portón de la casa de Santiago. La entrada era un barrizal peor que el de la calle. Marcelo entró y salió a los cinco minutos.
- Te digo la verdad... titubeó, porque dice que lavaron los vehículos esta mañana... pero yo lo conozco desde hace mucho... y dice que lo esperen un rato que ahí va.

Volvimos al lado del auto. El tipo de la grúa se había quedado a mirar cómo terminaba la historia. Alejandro salió a la puerta. La mujer de Alejandro se puso a hablar con Marti de la historia de Villa Hebe. Apareció Santiago, un colorado grandote, en su camioneta, una de esas viejas pero poderosas, con ruedas enormes. Sacó la soga de la camioneta y la ató al auto. Un amigo de Santiago, que había venido con él, se sentó al volante. Yo me senté al volante del Corsa.
- ¿Le doy arranque?
- No hace falta...
La camioneta tironeó un poco, dio marcha atrás, tironéo otra vez... y de pronto, liberado de su momentanea prisión, el auto empezó a ir para adelante hacia el terreno seguro, como una lancha.

Me bajé emocionado y le di la mano al muchacho que manejaba... Marti ya había consultado con Santiago el precio del servicio, y había obtenido por respuesta "No te hagas problema, flaca". Así que saludamos, nos subimos nuevamente al auto y nos fuimos, mientras los vecinos reunidos nos despedían con la mano, el sol pintaba el cielo con los colores del atardecer, y aparecía la palabra "Fin" en letras cursivas blancas.